lunes, 28 de abril de 2014

LA LITERATURA Y YO (i)



“Adquirir el hábito de leer es construir un refugio para

casi todas las miserias de la vida”


 W. Somerset Maugham –


La literatura me salvó la vida en cierto punto. También la música. Vivo en los libros. Habito en ellos. Existo en, por y para la literatura. Me siento infeliz e incompleto cuando me veo obligado a estar apartado de ella. No exagero. Quizás a algunos les resultará pueril esta declaración, o triste, o tremendista, o antisocial, o a lo peor una mera pose. En realidad, me da lo mismo: hablo de mi experiencia, de lo que el arte, concretado sobre todo en esas dos manifestaciones, es para mí. Pero leed hasta el final antes de sacar conclusiones precipitadas.

Porque para mí, citando a mi buen amigo M. J. Díaz Vázquez – de cuyos especialísimos libros he hablado ya aquí alguna vez –, lo esencial se realiza en lo abstracto, y lo accesorio en lo concreto. Me explicaré: para mí no hay diferencia entre una noticia que se pasa en el telediario y una historia contada al calor del fuego. No hay diferencia entre un testimonio paleontológico o una frase grabada en una tabla de arcilla hace milenios. No me causa más temor ver a alguien empuñando un arma que intuir una sombra entre la niebla. Ni siquiera hay diferencia entre lo que experimento a través de mis sentidos y lo que alguien me explica, de viva voz o impreso en unas páginas. Todas esas cosas presuponen una estructura previa – la memoria, y su trasunto físico, el cerebro – que me permite percibir esa cosa llamada realidad, que no es más que un conjunto de percepciones agrupadas por la experiencia particular de determinada manera – de ahí que dos sujetos, preguntados por un mismo hecho, den dos versiones distintas, es decir, enuncien dos realidades diversas[1] –.

Ahora bien; si esa estructura se destruye, si falla el cerebro – tal vez la realidad más concreta que puede haber – y se desintegra la memoria, el sujeto pasa a vivir en un eterno y pavoroso presente, como caído a él abruptamente, como surgido o vomitado en él desde la nada, aterrador porque se carece para el mismo de una cartografía fiable – la experiencia – que lo haga reconocible y anticipable. Y de igual manera, el sujeto que carece de dichas estructuras, tampoco podrá elaborar un relato fiable para el futuro. Es presente, habita en el presente, se realiza en el presente, y se agota en el presente – lo más concreto, tal vez, que puede haber fuera del cerebro –. Dicho de otra manera: la realidad existe porque hay seres pensantes capaces de percibirla. Si se pierde la capacidad de acumular o recordar información sobre ella que permita interpretarla, la realidad se desdibuja y cesa de existir: se transforma en un algo cambiante regido por el puro azar y el delirio. Y toda aquella información es, siempre, abstracta; no solo porque suponga una abstracción de la realidad, sino porque es inmaterial y se almacena en el cerebro, en la memoria. He convivido con el Alzheimer. Sé de lo que hablo. Da igual las experiencias que haya tenido o las que tenga, las ficticias o las reales: para esa persona serán inexistentes y, a ratos, serán una y la misma cosa: lo imaginado será tan real como lo vivido.

Más aún: si uno no es capaz de enunciar la realidad, no puede decirse con propiedad que exista. ¿Alguien recuerda a los campesinos o los obreros del siglo XIII, aquellos que murieron a cientos de miles durante la peste bubónica sin dejar apenas un eco? No. No son más que un término, un número los más afortunados, un apéndice o una nota al pie constatada por otros, en su día o ahora, sin los cuales no tendríamos la menor noción de su existencia: si uno no vive más que para cumplir sus necesidades básicas más perentorias – pocas en número y no por ineludibles más relevantes, no será necesario enumerarlas aquí por evidentes – sin figurarse una interpretación de lo que le rodea, apenas puede decirse que haya existido: los confines de la vida se extienden mucho más allá del mero arar los campos para saciar un hambre que te impulsa a repetir esa tarea para saciar la del día siguiente y así al otro y al otro y al otro …

He mencionado, unas líneas más arriba, al “eterno y pavoroso presente”; alguien podría objetar que todos vivimos en el presente. Falso. O con matices, al menos: los seres humanos somos las únicas criaturas del planeta que, con absoluta certeza, podemos viajar al pasado y al futuro. Efectivamente, un perro jamás podrá enunciar la frase: “El hueso que me comí el día anterior a ayer” (observación, si no me falla la memoria, de Wittgenstein). En cambio, una mujer puede perfectamente estarse pintando los labios al mismo tiempo que le cuenta a una amiga lo que hizo la noche anterior y lo que pretende hacer la próxima. Puede, incluso, anticipar su reacción si se presentan X escenarios. Habita, pues, tres planos de la realidad distintos, los tres a la vez, ninguno de los cuales puede existir sin su capacidad para abstraerlos. Y, así, por tanto, o la realidad es todo, o no es nada. O la realidad es cuanto puede percibirse, por el medio que sea, o la realidad no existe. Lo que conduce, inevitablemente, a que lo contado en un libro de Historia no sea más real que lo contado en El Quijote; lo presentado en el telediario no tenga más entidad que la catástrofe de una película de Michael Bay; una carta del Ministerio de Hacienda no sea más auténtica que la caverna platónica.

Y así llegamos al Arte, aquí concretado en la Literatura. Los seres humanos somos seres fabuladores por naturaleza: explicamos el mundo a través de ejemplos (mitos, si se quiere), con la intención de transmitir verdades superiores inaprehensibles de otro modo. Algunos incluso contamos mentiras (quien miente es siempre quien más sabe de la verdad: tanto, de hecho, que se atreve a transformarla, a veces incluso de forma grotesca; en otras ocasiones, de forma afortunada, o piadosa); alguien definió una vez el arte de novelar como el de fabular cosas inventadas sobre personas que nunca han existido. Porque fabular nos permite acumular, de forma tan placentera como si los realizáramos efectivamente, experiencias sobre los hechos presentados a través del vehículo artístico de que se trate (un libro, p. e.). Cuando alguien dice que prefiere vivir determinada experiencia porque leerla no es lo mismo, lo que afirma no es algo cierto e indiscutible: está meramente enunciando una incapacidad suya, una limitación de su pensamiento abstracto para acceder a una experiencia ajena presentada artísticamente.

(continúa aquí)




[1] No obstante, la experiencia individual está también mediatizada por la que la especie ha acumulado, educando a nuestra propia percepción para primar unos elementos en detrimento de otros en nuestra interpretación de la realidad: si se pidiese a dos personas que describiesen algo tan concreto y común como una mesa, es casi seguro que ambas harían referencia a que se trata de un objeto con cuatro patas, y es altamente probable que afirmasen que las mesas son rectangulares. Es incluso posible que mencionasen que acostumbran a estar hechas de madera. Ahora bien; existen mesas cuadradas, redondas, ovaladas, triangulares … con tres, dos o un pie … de metal, de plástico, de metacrilato … Entonces, ¿por qué la definición digamos “estereotipada”? Porque a través de nuestra boca habla también la experiencia de la masa, que nos ha transmitido – a través de la educación, es decir, de la inmersión en determinado paradigma cultural – una visión abstracta de algo concreto que nos permitirá anticipar una experiencia futura: nadie que haya visto una mesa rectangular de cuatro patas dudará de lo que es una redonda con un solo pie.

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