viernes, 2 de mayo de 2014

LA LITERATURA Y YO (v)


Justo antes de empezar el Bachillerato, a los 15 años, nos mudamos una vez más, a la ciudad en la que ahora vivo. A diferencia del cambio de tres años antes, este no resultó en absoluto traumático, sino que fue pedido y deseado. Mi estado de ánimo sufrió ciertas turbulencias derivadas de mi proceso de autodescubrimiento, pero estas cedieron bastante pronto en favor de una progresiva serenidad que con el tiempo se hizo permanente. En materia lectora, por un lado continué con mis placeres culpables y la lectura de mero entretenimiento, que cada vez me causaban menos interés, y de hecho, acabarían perdiéndolo por completo justo después de la aparición de El código Da Vinci – un entretenido volumen sin valor literario pero que como artefacto narrativo funciona como un cañón –. En este terreno, sin embargo, merecen ser destacados dos títulos que me parecen excelentes: El médico, de Noah Gordon, y Domina, de Barbara Wood – que condensa en un personaje ficticio la peripecia de las primeras mujeres médico de EE.UU. –.

Por otro lado, continué profundizando en mi descubrimiento de las grandes novelistas británicas: leí Jane Eyre, de la mayor de las Brontë, así como la práctica totalidad de la obra de Jane Austen – que es una de mis all-time favourites y he releído con frecuencia –; también descubrí a George Eliot – El molino junto al Floss y, más adelante, Middlemarch – y, sobre todo, a Virginia Woolf – que probablemente se encuentra entre mi top 5 de escritores: La señora Dalloway, Al faro y Una habitación propia me hicieron revivir lo que había sentido en su día con Rosalía de Castro –. Continué con Emilia Pardo Bazán – Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza – y algunos de los Episodios Nacionales de Galdós, en tanto que en el capítulo de rarezas, llegué a leer dos novelas de Fernán Caballero, una novelista del XIX hoy olvidada – La gaviota y La familia Alvareda –.

Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba fueron los títulos con los que seguí adentrándome en el teatro lorquiano, que, una vez más a sugerencia de mi madre, había comenzado con La zapatera prodigiosa un par de años atrás –. Igualmente progresé en las obras de Cela y Torrente Ballester, y me introduje en las de Blanco-Amor, Otero Pedrayo, Dieste, Casares, Cortázar, Buero Vallejo, Valle-Inclán, Castelao, el marqués de Sade … Marina Mayoral también logró hacerse un hueco en mi estantería con obras como Recóndita armonía, Tristes armas, La sombra del ángel, La única libertad o Recuerda, cuerpo.

Asimismo, las obras fundacionales de la cultura occidental lograron captar mi atención, y leí a Homero, Jenofonte, Plauto, Séneca, Petronio, El Kamasutra – que es mucho más fascinante que la idea vulgarizada que se tiene de él, y que pongo aquí como asimilado aunque sea indio – e incluso La Biblia. Pero sin duda alguna, junto con Jane Austen y Virginia Woolf, el gran descubrimiento de aquellos momentos fueron los escritos de Kafka, cuya El proceso me había impactado hondamente, hasta el punto de que me leí prácticamente de un tirón los relatos – La metamorfosis, En la colonia penitenciaria e Informe para una academia son mis favoritos – y las otras dos novelas, El castillo y América – aunque mi preferida siguió siendo, de lejos, El proceso –.

Esos fueron los años, también, en que se intensificó mi interés por la filosofía, y en consecuencia continué leyendo a Nietzsche – Así habló Zaratustra y El ocaso de los ídolos, fundamentalmente –, pero también a Rousseau, Montesquieu, Tomás Moro, Maquiavelo; así como algunos textos divulgativos de psicología, antropología y otras disciplinas.

Entretanto, había continuado escribiendo poesía – antes de la mudanza ya había prácticamente concluido un nuevo poemario, titulado La torre de marfil en obvia referencia doble a la metáfora tan querida del modernismo, pero también de la morada de la Emperatriz Infantil de La historia interminable; y me hallaba componiendo los poemas que integrarían Cuaderno de otoño, que acabaron siendo tan numerosos que al final decidí subdividir ese libro en cuatro partes –, así como los relatos que, andando el tiempo, pasarían a formar parte de Parecía tan normal …; los cuales reescribí  y amplié una y otra vez. También en ese tiempo había acabado mi segunda novela, El pazo de Néboa, que se perdió en un traslado de casa sin que nunca haya sabido qué fue de ella – para bien, probablemente –.

Estaba ya en la universidad cuando, en lugar de cultivar un aura de poeta atormentado y leer a Cioran y Schopenhauer para curtirme en el arte de ser un intelectual – de esos que invitan a alguien a casa, ponen música de Silvio Rodríguez e intentan meterle mano a sus acompañantes –, sufrí – me dejé sufrir, entiéndase, y bien a gusto que lo hice – lo que algunos calificarán de involución lectora, satisfaciendo mis ansias con cosas como El señor de los anillos – de hecho, la obra de Tolkien llegó a subyugarme a tal punto que lo leí todo, virtualmente todo, incluidos los, siendo sinceros, bastante tediosos doce volúmenes de la Historia de la Tierra Media, así como biografías del autor, obras explicativas, etc. –, la saga de Harry Potter – que me convirtió en potterhead de inmediato y cuya existencia ignoraba hasta que su nombre salió a colación, no alcanzo a imaginar en qué contexto, en una gloriosa clase de Historia Medieval de Europa –, o la obra de algunos autores de ciencia ficción, señaladamente la serie de los robots y la fundación de Asimov, que mi madre, fan absoluta suya, había comprado en una preciosa edición de Círculo de Lectores en diez volúmenes muchos años antes.

Por lo demás, unas veces por obligación académica y otras por interés personal, continué progresando en mi conocimiento de los clásicos, tanto literarios como filosóficos, antropológicos, sociológicos y psicológicos, en la medida que se le puede suponer a un estudiante de Humanidades. También leí y releí otras cosas que no tenían que ver con el ámbito curricular, pero creo que carece de todo sentido seguir atormentándoos con el recuento de mis andanzas literarias de entonces en adelante, porque lo que pretendía contaros era meramente cómo nació mi relación con la literatura y cómo llegué a apasionarme por ella. Pero, de la misma forma que el niño es el padre del hombre, el lector infantil y juvenil lo es del lector adulto, de forma que es aquel el que podría suscitar más interés.

Y así fue cómo descubrí que los libros, generosos como son, te dan la posibilidad de volver a ser el niño que fuiste, y el que no fuiste; de conocer al hombre que eres, y al que nunca serás; de volver a ver lo que ya has visto, y lo que no llegarás a ver; incluso de aprender de lo que no existe, ni nunca ha existido, ni existirá ... En definitiva, de vivir más allá, muchísimo más allá, de tu propia vida.

 

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