lunes, 15 de febrero de 2016

Zora Neale Hurston, "Sus ojos miraban a Dios" - LIBRO DEL MES


Título: Sus ojos miraban a Dios    Autor: Zora Neale Hurston
Valoración♥♥♥♥


Es tan fácil sentirse esperanzado a la luz del día,
cuando puedes ver lo que deseas.”

Zora Neale Hurston, Sus ojos miraban a Dios


Vamos al garaje, de un tirón quitamos la sábana que la recubre —cof, cof, ¡qué de polvo!— y, una vez más, nos subimos en nuestra máquina del espacio-tiempo literario. ¡Y esta vez es para dar un buen salto!

Dejamos a Bertha von Suttner y la remota y fría Austria y, avanzando casi cuarenta años, volvemos a pisar suelo norteamericano. Estamos en 1937. Y claro, 1937 no es 1859 —fecha en que, recordemos, Harriet Wilson había publicado Our nig—, no sólo por los setenta y ocho años que los separan, sino porque a) estos se producen en uno de los momentos de avance más rápido de la historia humana —sólo hay que pensar en las redes de ferrocarril y medios de comunicación disponibles en cada uno de esos momentos—; b) de por medio, EEUU sufrió cinco años de Guerra Civil, y el mundo la 1ª Guerra Mundial. España está inmersa en su propia confrontación, y los tambores de la 2ª Conflagración Mundial, con Hitler armándose hasta los dientes, resuenan ya en lontananza. Y es lo que tienen las guerras, que lo cambian todo.

Pero por ahora, EEUU es un país muy distinto al que dejamos en nuestra última visita. Es una nación próspera y su papel internacional está claramente asentado. Una de las cosas que la guerra barrió consigo fue la esclavitud, por fin proscrita en el territorio americano del norte. Pero ello no significa que la integración de la población afroamericana sea ya plena, no sólo por cuestiones sociales: siguen en vigor las leyes que respaldan la segregación.

Sin embargo, no cabe duda de que se han producido cambios. Y muchos. De ello hará prueba nuestra valiente de hoy, Zora Neale Hurston, nacida en 1891 y autora, entre otras, de la novela Sus ojos miraban a Dios. El primer factor en que descubrimos un cambio es el origen de Hurston: su padre era predicador, y llegaría a ser alcalde de una ciudad, Eatonville (Florida); en tanto que su madre era maestra. En dicha localidad pasaría Hurston la mayor parte de su infancia, hasta que fue enviada a un internado. Después, tras trabajar un tiempo como doncella, en 1917 —segunda diferencia radical con sus antecesoras— comenzó a asistir a la universidad, en el Morgan College de Baltimore, graduándose al año siguiente. Prosiguió estudios de lengua y oratoria en la Howard University, siendo cofundadora del periódico estudiantil. Posteriormente, en 1925, recibió una beca para el Barnard College, Universidad de Columbia, donde era la única estudiante de color. A los 37 años, en 1928, se graduó en antropología. Allí colaboraría con nombres tan relevantes del ámbito como Franz Boas, Ruth Benedict o Margaret Mead.

El año anterior había contraído matrimonio con Herbert Sheen, antiguo compañero de clase que acabaría conviertiéndose en médico. Se separaron en 1931. En 1939, Hurston volvería a casarse, esta vez con un hombre veinticinco años menor que ella, aunque la unión duró sólo siete meses.

A lo largo de su vida, Hurston desempeñó múltiples empleos, tanto en el ámbito académico como fuera de él, y recibió diversos premios. Como antropóloga, viajó extensamente por el Caribe, sudamérica, Jamaica y Haití —gracias tanto a patrocinios privados cuanto a una beca Guggenheim—, donde documentó prácticas de los campos madereros como el “derecho de pernada”, experiencias que resultarían no sólo en obras especializadas, como Mulas y hombres (1935) o Cuéntaselo a mi caballo (1938), sino que permearían también su narrativa. En 1952 se encargó de la cobertura del caso de Ruby McCollum para el Pittsburgh Courier. Acabaría sus últimos años olvidada y en la pobreza, falleciendo de una enfermedad cardíaca en 1960.

Como narradora, se la inscribe en el llamado Renacimiento de Harlem, del cual participó a su llegada a Nueva York en 1925. Este es otro de los factores diferenciadores esenciales de la vida y obra de nuestra autora en relación a sus antecesoras y, en particular, a Harriet Wilson: el Renacimiento de Harlem consistió esencialmente en la reunión de escritores de color que, por primera vez, o casi, tomaron conciencia de su legado cultural propio y empezaron a expresarlo en sus propios términos, apartándose de lo que más tarde la Nobel Toni Morrison denominaría “la mirada blanca”, es decir, la composición y evaluación tanto de los personajes como de las prácticas negros a través de los parámetros de los blancos, lo que, por muy bien intencionado que fuera, sólo podía resultar en un tratamiento tópico, en un grado u otro. En Sus ojos miraban a Dios, Zora Neale rompe con esta herencia, y lo que vamos a escuchar son voces genuinamente afroamericanas, incluso en el empleo del lenguaje —factor que, paradójicamente, jugaría en contra de su posteridad, ya que se tomó a menudo como una herencia de modelos narrativos racistas, más que como una constatación etnográfica—.

Los pensamientos de antaño volvían a estar al alcance de su mano, pero a fin de que coincidieran con la realidad habría que inventar nuevas palabras, y decirlas”.

Sin embargo, sus intereses no se circunscribían exclusivamente a la cultura afroamericana, y su mente de antropóloga la llevó en su última novela a centrarse en el tratamiento de mujeres “basura blanca”, blancas pobres sobre las que se van a reflejar las teorías eugenésicas de los años veinte.

Autora de relatos y novelas, se interesó también por las artes escénicas, llegando a montar espectáculos teatrales y musicales, y fundando incluso una escuela universitaria de arte dramático basada en la “expresión negra pura”. De sus cuatro novelas, me voy a centrar hoy en la segunda.

Como anuncié, Sus ojos miraban a Dios se publicó en 1937. Siempre es difícil establecer por qué la posteridad ensalza a unos autores y no a otros, y también es verdad que tras su muerte muchos autores recorren una travesía del desierto hasta que razones igualmente difíciles de esclarecer —a menudo relacionadas con el interés particular de algún concienzudo estudioso— los rescatan del olvido. En todo caso, no sería hasta la década de los setenta que la presente novela fue recuperada, tras pasar casi cuarenta años sin pena ni gloria, y más de una década después de la muerte de su autora. Pero es muy posible que consideraciones ajenas a la literatura, como la ausencia de compromiso político en las obras de Hurston por oposición a las de otros autores en boga en el mismo periodo, tengan mucho que ver con ese ostracismo. Aserto en mi opinión bastante discutible en el que no me adentraré ahora, pero sirvan como muestra la crítica perspectiva que la autora muestra sobre la falta de unidad de la gente de color entre sí, permitiendo con ello que los blancos se aprovechen y los sometan; o muy en especial sobre de la repetición por los nuevos ricos afroamericanos de los modelos de sus opresores (como cuando habla de la gran casa de Joe pintada de “un blanco brillante y jactancioso”, tal como podría serlo la del centro de cualquier plantación algodonera —no deja de ser muy sintomático el extrañamiento que la protagonista va a sentir ante este hecho, por oposición al del resto de los pobladores—). Igualmente el racismo adquirido de la Sra. Turner la convierte en un personaje antipático no sólo para el lector, sino también para el resto de los personajes del libro. Ni siquiera la protagonista siente un gran aprecio por ella.

Sus ojos miraban a Dios cuenta la vida de Janie Crawford, en los dos primeros capítulos empleando una narrador omnisciente en tercera persona, que pasa a partir del tercer capítulo a hablar desde la perspectiva de Janie. Si tuviera que elegir un tema principal, yo diría que se trata de una novela sobre la identidad, sobre la plenitud vital y la autodeterminación: a lo largo del texto, todos pretenden convertir a Janie en lo que no es (la obra se abre, de hecho, con un corrillo de vecinos que cotillean sobre ella); Janie, en cambio, siempre con una actitud próxima a la resistencia pasiva, se mantendrá firme e inamovible en su determinación de experimentar el mundo según sus sentimientos le dictan. En términos más generales, podría decirse que se trata de una historia de mujeres narrada desde una perspectiva femenina: otras cuestiones, como la integración, por ejemplo, aparecen, pero la cuestión femenina es mucho más central.

“—Algunas veces Dios también nos habla a las mujeres y se pone a contarnos sus cosas. Y Él me ha dicho que estaba muy sorprendido de que, habiendo hecho Él de otro modo, os hubierais vuelto todos tan listos y lo sorprendidos que os quedaréis todos vosotros el día que descubráis que no sabéis de nosotras ni la mitad de lo que creéis que sabéis. Es muy fácil sentirse Dios omnipotente cuando todo lo que se tiene delante son mujeres y pollitos”.

Estilísticamente es una obra sobresaliente, con un uso muy imaginativo de las metáforas y la simbología. Y, en este sentido, lo primero que puede plantearse el lector es, ¿quién es ese “Dios” al que se alude en el título? Según creo, su significación es doble: por un lado, representaría al Destino; por otro, al Amor; siendo en ambos casos metáfora de lo inevitable —misma significación que va a tener el huracán / inundación—. Y es que Sus ojos miraban a Dios es, quizás más que ninguna otra cosa, una meditación sobre la espera(nza), el amor y sobre la relación de pareja ideal, puesto que para Janie la vida es un proceso de búsqueda y descubrimiento guiado por fuertes intuiciones (la escena simbólica de las abejas libando es recurrente y planea sobre todo el libro) y un ansia de libertad inextinguible, que conducirá, irremisiblemente, a la extinción del uno cuando se cercena la otra:

Así, poco a poco, Janie fue aprendiendo a apretar los dientes y a callarse. El espíritu de su matrimonio abandonó el dormitorio y se instaló en el salón. Estaba allí para dar la mano cuando venían visitas, pero nunca volvió a entrar en el dormitorio.”

Janie se quedó inmóvil donde él la había dejado y estuvo largo rato pensando. Estuvo allí hasta que notó que en su interior algo se había caído de su estante. Entonces penetró en su interior para ver qué era. Era su imagen de ****, caída en el suelo y hecha pedazos. Pero mirándola cayó en la cuenta de que en realidad nunca había sido la imagen de sus sueños hecha carne y hueso. Era, sencillamente, algo que ella había cogido al pasar y que había recubierto con sus sueños. Entonces le dio la espalda a la imagen caída y se puso a mirar hacia delante. En cierto modo ya no tenía capullos en flor que derramasen polen sobre su hombre, ni tampoco frutos jóvenes y luminosos donde antes se hallaban los pétalos. Se daba cuenta de los innumerables pensamientos de los que nunca había hablado a **** y de los muchos sentimientos de los que nunca le había hecho partícipe. Cosas embaladas y almacenadas en zonas de su corazón donde él no podría encontrarlas nunca. Estaba salvaguardando sentimientos para un hombre al que no conocía. Ahora, ella tenía un interior y un exterior y de pronto supo cómo mantenerlos separados.”

Un asunto que Zora Neale maneja con singular sutileza es el del cortejo: el flechazo, a través de escenas en las que hay que leer entre líneas, como cuando Janie es peinada por uno de sus amantes, o cuando este le enseña a jugar a las damas.

Dentro de las relaciones de género, un tema crucial es el de las posibilidades de elección que tiene una mujer, introducido muy sutilmente por Hurston a través de innumerables detalles, como cuando Joe no deja a Janie dar un discurso. En este ámbito, me parece poderosísima la simbología del cabello recogido, y del acto de rebelión de Janie de soltarse el pelo. Y también va a tratar la dominación (frecuentemente maltrato) que, incluso hoy, sigue yendo implícita en ambas experiencias —amor y pareja— para muchas mujeres.

“—Tony ni siquiera le toca un pelo. Él dice que pegar a una mujer es como pisotear a un pollito. Pretende que las mujeres no tienen ningún sitio donde se les pueda pegar (…) pero yo mataría incluso a un crío recién nacido por una cosa así”.

La valoración del matrimonio, así, va a resultar bastante ambivalente, ya que, por un lado, es el acto de ratificación del amor cuando se consiente con total libertad; pero, por otro, es reflejado como una aventura azarosa que puede fácilmente puede salir mal:

“—(...) Pero estás corriendo un riesgo muy grande.
No más grande que el que corrí antes y no más grande que el que corre todo el mundo cuando se casa. Eso es algo que siempre cambia a las personas y a veces hace salir suciedad y maldad que las personas ni siquiera sabían que tenían dentro.”

El amor será para Janie, a pesar de la diferencia de edad, una experiencia revolucionaria y enriquecedora que conduce a “pensar nuevos pensamientos y (…) decir palabras nuevas”; un acto de libertad —dentro del léxico empleado, no es accidental la recurrencia de los término “ver” o “mirar”, como actos que permiten tomar conciencia del entorno— en el que el deseo de entrega y la fascinación marcan una diferencia sustancial, puesto que el comportamiento de Tea Cake no es enteramente distinto al de Starks o Killicks.

Si él me abandonara, yo no podría soportarlo. No sé lo que haría. Cuando las cosas van mal, él es capaz de coger cualquier cosa pequeña y convertirla en todo un verano. Y entonces, mientras no llega más felicidad, vivimos con esa felicidad que él ha hecho.”

Y la edad, en una perspectiva modernísima, una mera cuestión de mentalidad, algo que la propia autora debía refrendar, puesto que se casaría con un hombre mucho menor poco después de aparecer el libro. Otro factor vital que se traslada a la historia es que esta se ambienta en Eatonville durante buena parte de la novela, a donde Janie llega con Joe cuando se trata de poco más que un poblacho que, gracias a la ambición del hombre —que acabará siendo alcalde—, crece exponencialmente.

Otros temas que aparecen en la novela son la violación socialmente consentida de las mujeres negras —que la autora había constatado durante sus investigaciones etnográficas—, el repudio de la maternidad —no perdamos de vista que, en este caso, se trata de hijos no deseados fruto de una agresión— y la orfandad consiguiente; o la diáspora de los trabajadores: es crucial tener en cuenta que estamos en la época del Dust Bowl y, de hecho, hay escenas y descripciones de Sus ojos miraban a Dios que nos hacen pensar en algunos de los momentos más estremecedores de Las uvas de la ira.  

File:Hurston-Zora-Neale-LOC.jpg

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