viernes, 22 de marzo de 2013

El secreto de Elsa

[Microrelato cuya versión original publiqué en "La Voz de Galicia" de 15 de agosto de 2002 (Páginas Literarias, 12)]

 

Elsa, al despertar, sintió la mano leve del amante sobre su piel, como un quejido en el viento desvanecido: realmente, el gemido da la sombra aérea reflejado en el suelo; un llanto en la nada; un estremecimiento en el centro de la tierra, en el centro del cuerpo.
Elsa se levantó lentamente de la cama, y se miró al espejo: vio la cara de una mujer joven encerrada en un cuerpo de vieja, como la superficie en calma de la laguna sin viento. Los años habían pasado, Elsa resistiéndose a las visitas de la muerte silenciosa, cada vez más numerosas. Ahora se miraba allí, en un espejo ajeno de sinceridad tan profunda, tan mortificante, tan delatora.
Elsa no es Elsa: Elsa es Elsa un poco. Elsa no quiere ser Elsa.
Afirmación en la oscuridad de sí misma.
A su lado vio aparecer un rostro nuevo, de un chaval mucho más joven que ella: parecía nada más un niño, un chaval bien niño de ojos y sonrisa agradables. Y ella era la visita de la muerte para aquel chaval, confirmación de que todas las cosas pasan en esta tierra rumbo al más allá desconocido.
La desconocida Elsa dio un salto y se metió en el cuarto de baño, pasando el cerrojo.
Sentada en el suelo, se echó a llorar.
Del otro lado de la puerta, la voz dulce de un dulce Emilio: “Esto … ¿te pasa algo, Elsa? ¿Te encuentras bien?”.
Elsa se adelgazó como un silbido del viento para echar fuera un sí con fuerza de hueco en el suelo. Abrió el grifo de la ducha – “¡Me voy a duchar!”, gritó –para que Emilio no la oyese llorar; pero Emilio tiene oído de músico – toca el violín – y percibe armonías estridentes por fuera de la música del agua.
Emilio se acerca a la puerta cerrada, y acaricia la madera más fría que el cuerpo de Elsa, menos querida que el cuerpo de Elsa, menos receptora que el cuerpo de Elsa; y, sin embargo, tan semejante a Elsa en sí misma, a Elsa como esencia de lágrimas.
Emilio acaricia la puerta que es Elsa y no es Elsa un poco, y le susurra palabras dulces de amor. Y Elsa, que tiene oído, no de músico, sino de quien ha huido de las cosquillas de la muerte, oye los susurros, y sale de la ducha, y, descorriendo el cerrojo, emerge de detrás de la puerta, o incluso a través de la puerta que es ella misma, envuelta en una toalla verde oscuro.
Elsa coge ropa limpia en el armario y se viste y, sin hablar, se marchan de la casa.
Hace ya mucho tiempo que la vieja niña Elsa y el niño viejo Emilio son amantes.
Pero Emilio no recibe las visitas asiduas y puntuales de la muerte, y Elsa sí. Por eso cuando, a la mañana siguiente, o tal vez esa misma mañana, Elsa no emerge de la puerta, Emilio intuye que Elsa, en su metamorfosis, es ya idéntica a la puerta de fría madera.
Derribando la puerta, descubre a Elsa muerta en paz dentro de la bañera.
Y la cuerda del amor, hecha de hilos que no rompen, tira de Emilio hacia la bañera, y Emilio se mete allí abrazando a Elsa, y se queda allí hasta que siente el frío de la muerte en la sangre de las venas, y muere, y entonces conoce a Elsa verdaderamente y por vez primera, más dentro de sí de lo que nunca antes había estado.

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